Concurso de ensayo por la Equidad de Género e Inclusión de la DCIPI
- Bárbara
- 21 jul 2022
- 5 Min. de lectura
Antes hacía shows para narcos que querían lavar su dinero. En una ocasión, había terminado un muy buen set cuando estos hombres me llamaron detrás del escenario. Me dieron $25,000 en efectivo […] tomé el metro y me fui hacia Brooklyn a la una de la mañana. Jamás había estado tan aterrorizado. Jamás en mi vida había tenido algo que alguien más quisiera tener. Pensé, “por Dios, si estos de aquí supieran cuánto dinero traigo en la mochila, me matarían por él.” Luego pensé, “Madres, ¿y si yo trajera todo el tiempo una vagina? Eso es lo que enfrentan las mujeres.” […] Si esos mismos narcos me dieran una vagina y me dijeran “métela en tu mochila y llévatela a Brooklyn” les diría, “amigo, no puedo aceptarla.”
Dave Chappelle
El chiste de Dave Chappelle es el pan nuestro de todos los días. Además de miedo, las más sanas de nosotras sentimos también enojo. Hay, por supuesto, en estas situaciones, escalas y matices. Pero todas tenemos historias que contar. Éstas pueden ir desde el comentario respecto a un conductor de Uber que sólo le dirige la palabra al hombre con el que viajas, a pesar de que el servicio esté a tu nombre (y que, por lo tanto, tú pagas), pasando por el ginecólogo que después de una revisión vaginal felicita a una mujer diciéndole que está “como carro nuevo” o el cotidiano agarrón en el metro, hasta la violación sexual franca y sostenida durante años por algún hombre cercano y/o el feminicidio. Todas las mujeres entendemos perfectamente el chiste que hace Chappelle, conocemos ese miedo pues traemos en nuestra mochila, permanentemente, algo que el otro siempre quiere.
En los últimos meses, todos hemos sido testigos de la avalancha de denuncias públicas de acoso y abuso sexual en muchos ámbitos de nuestra cultura: los hashtags de #MeToo, #SiMeMatan, #DelataATuCerdo, todas las marchas feministas del año pasado a lo largo y ancho del planeta y cientos de ensayos, artículos y entrevistas que se han publicado a partir de este fenómeno. No es nada nuevo el hablar de la mujer como objeto mercantil, sexual, de intercambio y de dominio, sin embargo, sigue apareciendo el tema como si lo fuera, sigue siendo plática en los cafés, en el diván y en los congresos. No afirmo que no haya habido progresos (como el logro del voto femenino a principios del siglo XX en muchos países o la inserción laboral de las mujeres a partir, sobre todo, de las grandes guerras), pero sí creo que el asunto, como síntoma, no cesa de insistir. No dejo de pensar en una pancarta vista en una marcha de enero del año pasado que rezaba “No puedo creer que tengamos que seguir peleando por esto”. No importa si eres una mujer blanca, rica y con presencia pública perteneciente al mundo del espectáculo, una ejecutiva de alto rango -que sin embargo gana menos que su par hombre-, o una madre soltera que trabaja de cajera de algún supermercado, eres y has sido vulnerable a la objetivación y desvalorización del otro. Esto es lo que traemos en la mochila. Respecto a ser mujer, parece que a priori entramos a una carrera con puntos menos y si aparte no eres blanca, rica y heterosexual sólo se trata observar cómo se aumentan tus puntos en las escalas de vulnerabilidad.
Las mujeres han sido objetos de intercambio desde hace milenios. Engels (1976) en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado afirma que la gran derrota del sexo femenino fue cuando el hombre, para asegurar la transmisión de su riqueza a quienes sí fueran sus hijos, privatizó el quehacer sexual de la mujer y la convirtió en el primer ser humano en ser propiedad privada. Mucho ha cambiado desde entonces, en cuestión de naturaleza y de cultura, no obstante, las mujeres siempre, en algo, quedamos fuera.
A priori, puntos menos en la carrera. Las mujeres estamos acostumbradas a ser tocadas, manipuladas, habladas y también teorizadas por los otros. Nuestra disciplina no ha sido la excepción (tampoco tenía cómo serlo). Las mujeres como objeto de conocimiento para el psicoanálisis fueron, por mucho tiempo, un discurso masculino sobre la mujer y la sexualidad femenina. Por supuesto, mujeres han teorizado sobre su propia sexualidad desde inicios del psicoanálisis. Melanie Klein, Lou Andreas-Salomé, Hug-Hellmuth, Marie Langer y muchas otras escribieron sobre la construcción de una identidad femenina, sin embargo, las corrientes hegemónicas de lo psicoanalítico en gran parte –y sobre todo en torno a la mujer- han sido también, terreno exclusivo del varón. El estar enojadas con el sistema de género tal y como funciona actualmente no es igual a estar enojada de manera personal con todos y cada uno de los hombres. La lógica que intento describir y cuestionar no sólo tiene efectos sobre las mujeres, crea subjetivación también en los varones. También para ellos, la cultura patriarcal, blanca y heteronormada impone valores y estereotipos que influyen en la construcción de su identidad: también los enferma. Ta-Nehisi Coates (2015) en su libro Between the World and Me para hablar de la hipermasculinidad que se puede observar en jóvenes negros, describe como las pandillas en Baltimore niegan en su ropa, su música, su lírica, su volumen, sus carros y sus mujeres todo el miedo de “saber” que, por ser negros, nunca son totalmente dueños de sus cuerpos.
En cualquier momento su vida puede ser arrebatada. También ellos fueron propiedad privada. Exageran como hombres su masculinidad al saber que son tratados como menos que eso. Con este ejemplo, Coates nos narra cómo este grupo de personas también son objetivadas. Existen similitudes estructurales. Coates tampoco narra el ser mujer negra en Baltimore como un paraíso terrenal. En esta cultura, creamos también hombres que conciben la feminidad como peligrosa, una amenaza narcisista de la cual más vale alejarse. En 2017, fue noticia en Estados Unidos la “regla Pence”. Al parecer Mike Pence, vicepresidente de nuestro país vecino al norte nunca cena a solas con una mujer que no sea su esposa. Nunca. Sus colegas blancos, cristianos, heterosexuales, conservadores y republicanos felicitan su estrategia que al parecer lo cura en salud de dos cosas: uno, ser acusado de algún abuso sexual; y dos, el peligro de sentir cualquier tentación sexual extramarital. Pareciera que, con sólo ir a cenar con cualquier mujer, el hombre no podrá refrenar sus más hondos impulsos sexuales y violentos. Lo peor que podemos hacer con los hombres es, justamente esperar nada más que esto de ellos. Caer en lo anterior significa no otorgarles, desde nuestro lugar, ni la más mínima onza de capacidad racional.
Algo debemos cambiar en todxs nosotrxs. El machismo, sexismo y misoginia se encuentran no sólo en los varones, ya que nosotras bien que hemos interiorizado las consignas que actúan sistemáticamente aun en contra de nosotras mismas. La respuesta a la violencia y dominio ejercido sobre las mujeres no puede ser una renovación del puritanismo moral, como el de Pence, que termine convirtiendo la libertad sexual en un imposible, al estilo de El cuento de la criada de Margaret Atwood.
Las categorías de “masculino” y “femenino” no son propiedad de ningún sexo. El pensamiento binario teorizado como pares de opuestos –confrontados- constituye, hoy por hoy, una trampa que entorpece la reflexión: instituye una parálisis del pensar que cierra caminos a la cooperación. Las posibilidades de una teorización desde la diversidad sólo enriquecerán nuestra comprensión de lo humano y la cultura.
Sabemos que la cultura nos preexiste y nos supera. Sin embargo, lo anterior no significa que en nuestro paso por la vida no hagamos cosas para cambiarla.

Ganadores del Concurso de ensayo por la Equidad de Género e Inclusión de la DCIPI 2019
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